viernes, 4 de mayo de 2012

“EL IMPENETRABLE HACE 40 AÑOS”

por Jorge Adámoli 21 de marzo de 2007 “Es un bosque muy denso, una selva impenetrable, que recibe agua de una laguna desconocida”. “Se llama Impenetrable porque hay muchas especies de árboles con enormes espinas que impiden la entrada”. Estas son parte de las explicaciones y leyendas que circulan, pero no hay ni selvas densas, ni ninguna laguna misteriosa, lo que puede verificarse observando las imágenes satelitales. Tampoco los bosques presentan especies diferentes, ni más espinas que en otras partes del Chaco Seco, lo que cualquier botánico o forestal puede comprobar sin dificultades. La realidad es mucho más apasionante. Los extensos quebrachales y algarrobales son bosques de maderas muy duras, lo que hacía que la apertura de picadas por parte de los antiguos pobladores fuera muy penosa. Pero esos pioneros aprovecharon un regalo de la naturaleza, unos pastizales angostos pero larguísimos que atravesaban los bosques con recorrido muy sinuoso, pero que permitían la entrada de caballos y carretas. Esos pastizales crecen sobre un suelo arenoso que tapó los antiguos cauces del río Juramento o Salado, que cubren una enorme extensión de la frontera entre Salta, Santiago del Estero y Chaco. Otra característica esencial de estos antiguos cauces, llamados por los pobladores “caños”, también favorecía la penetración de los pobladores: esos pastizales acumulaban agua potable a 5-6 metros de profundidad, un dato clave en una región muy seca. Una extensa porción del Chaco Seco carece de estas vías de penetración, por lo que los primeros habitantes la denominaron “Impenetrable”. Es una faja que se extiende 100 km al norte de la actual Ruta Nacional 16 por los 300 kilómetros que separan a la localidad de Castelli en Chaco, de la ruta que lleva a Rivadavia en Salta, teniendo como límite norte al río Bermejito, es decir el antiguo cauce del río Bermejo. En agosto de 1967 hice mi primer viaje al Impenetrable, para hacer un relevamiento de vegetación. Yo tenía 26 años y era colaborador del gran ecólogo Dr. Jorge Morello, con quien trabajábamos en el INTA de Colonia Benítez, Chaco. El tercer compañero era Darío Benvenutti, jefe del taller del INTA quien venía como chofer, pero que en poco tiempo, por su enorme capacidad de observación, se convirtió en uno de los naturalistas más reconocidos de la provincia del Chaco. Un recuerdo especial tiene que ser dedicado al Jeep Gladiator en el que viajamos, máquina formidable, sin la cual no hubiéramos podido completar el viaje. En Colonia Castelli comenzaba una picada abierta hacia 1960 para dar apoyo a los estudios para la construcción de un canal de riego lateral al cauce del río. Los estudios habían concluido varios años antes y la picada estaba abandonada. Esto implicó severas demoras en el viaje, en parte por las numerosas pinchaduras de gomas provocadas por las espinas de las leñosas que crecían sobre la picada, y en parte por algo no previsto: sobre el camino se había formado un denso pastizal y el radiador del jeep trabajaba como una cosechadora, juntando colchones de semillas que hacían hervir al agua. Cambiar el agua del radiador consumió la mayor parte de nuestra reserva de 200 litros de agua, por lo que tuvimos que racionarla al máximo. Platos y cacerolas se lavaban sólo con arena, cuyo poder abrasivo es excelente: nunca tuvimos tan limpia la vajilla!! Estos primeros percances y los que luego vendrían, hicieron que para atravesar los 300 km del Impenetrable tardáramos 8 días, en un recorrido que hoy se hace por la ruta Juana Azurduy en pocas horas. 200 kilómetros al oeste de Castelli dejamos la picada para ir al Norte, hasta el río Bermejito, para conocer la Misión Nueva Pompeya, fundada por franciscanos italianos que llegaron desde Salta, luego de un decreto del presidente Roca de Nov/1900. En su momento de mayor esplendor, hacia 1935, la Misión contaba con 500 aborígenes de la etnia wichi, y habían desarrollado una importante actividad agrícola, talleres, etc., pero tras un largo período seco que culminó con la sequía de 1941 decayó rápidamente y fue abandonada en 1949. Luego de eso los aborígenes sufrieron grandes epidemias y una tremenda, increíble mortalidad por enfermedades, hambre y sed. Cuando nosotros llegamos 18 años más tarde, el panorama era desolador. La mejor (o peor) síntesis era la gran capilla con el techo roto en varios pedazos, tejas en el suelo, algunas de las cuales en su caída alcanzaron al Cristo que seguía en la cruz, pero con medio rostro arrancado y los brazos caídos, en una cruel imagen de derrota. Vueltos a la picada, el camino atravesaba quebrachales, tierras altas donde podíamos andar sin dificultades, pero 100 km antes de la frontera con Salta, apareció una larga secuencia de cañadas que atravesaban el camino: eran depresiones alargadas en las que se acumulaban 30-40 cm de agua. Lo bueno fue que no volvimos a preocuparnos por la falta de agua, porque podíamos juntarla de las cañadas: para eso removíamos a las plantas flotantes con una sartén que luego sumergíamos, con la ventaja de que al ser finita no removíamos el barro del fondo. La cuestión complicada era que teníamos que pasar las cañadas, que si bien no eran más anchas que una calle normal, presentaban el riesgo de que el jeep se quedara empantanado. Para atravesarlas Benvenutti arrancaba el jeep a toda velocidad y con el primer envión llegábamos casi hasta la mitad, levantando murallas de agua, y luego venía la lucha brava contra el barro a puro volantazo, con la camioneta moviéndose como loca, hasta que con el último suspiro subíamos a tierra firme. Para el viaje habíamos llevado abundantes provisiones: papas, cebollas, fideos, arroz, latas de verduras, aceite, yerba, salamines, queso. Las proteínas frescas estaban aseguradas ya que Benvenutti era un eximio cazador nocturno, que sólo cazaba lo justo para comer. Tratábamos de no repetir el plato y lo conseguíamos, alternando palomas con conejo de palo, charatas, ese manjar que son los chanchos de monte, tatú, etc. Lo único que nunca se cazaba eran las corzuelas, los pequeños ciervos chaqueños. Aprendí a reconocer a los bichos de noche, por el reflejo de la linterna en sus ojos. Me impresionó el profundo color celeste de los ojos de las corzuelas. Una noche casi me infarto al ver muy cerca dos ojos enormes, rojos, a un metro de altura. Creí que era un yaguareté, pero por suerte sólo era una vaca. Muy cerca de allí nos habíamos quedado empantanados en un barreal y estábamos haciendo lo clásico, subir la camioneta con el gato, calzarla con palos, cavar, etc. cuando como de la nada aparecieron unos personajes increíbles. Por suerte conservo las fotos que les sacamos, pero creo que igual podría recordarlos. Eran cazadores de tigres (yaguareté) y como tales, viajaban a caballo y con varias armas. Ver a cazadores o a gente armada en el Chaco es común, porque en la región todos son cazadores, pero estos eran especiales: eran una mezcla de gauchos de las guerras de la independencia y cangaceiros del nordeste brasileño, llenos de remiendos, uno gordo y petiso, otro alto, flaco y con anteojos de vidrios gruesos y el tercero un típico criollo fortachón. Se ofrecieron para tirarnos con los caballos y así, enseguida salimos. En los pocos puestos que cruzamos -lugares con 2-3 ranchitos de barro-, encontramos cráneos de animales cazados por los pobladores: chanchos, venaditos, pumas, gatos, monos, etc. En un puesto me llamó la atención la cantidad de cráneos de pumas. El puestero me dijo que eran una plaga, y que como el cuero valía poco, lo tenía que cazar sin tiros, para no agujerearlo. Para eso, lo rodeaba con perros, hasta que el puma saltaba a la rama de un árbol y allí el puestero lo agarraba de la cola, teniendo cuidado de que el tronco del árbol contuviera a la embestida del puma; es decir, que el puma quedaba con la cola agarrada de un lado y el cuerpo del otro. Allí, el puestero le daba un garrotazo en la cabeza. Yo puse cara de duda y el hombre me mostró que todos los cráneos tenían partido el parietal, o el arco superciliar. Con el tiempo me di cuenta de que no tenía motivos para desconfiar, porque para esos hombres esas cosas son naturales, y no ganarían nada inventando historias. Todas las noches hacíamos el campamento en la propia picada. Al principio, nos parecía raro acampar sobre un camino, pero en realidad no lo era, porque ningún vehículo lo transitaba. Una de las cosas que hacíamos era mirar el cielo límpido, con muchísimas más estrellas que las que se ven en las ciudades. Era frecuente ver estrellas fugaces y, con un poco más de paciencia, podíamos ver a los satélites, una sensación que seguía siendo novedosa, ya que hacía sólo 10 años que se había lanzado el primero, el legendario Sputnik. Otra cosa común de los campamentos en el bosque, es la cantidad de ruidos que se escuchan. Uno creería que lo que predomina es el silencio, pero no, se escuchan toda clase de ruidos, como si estuvieran amplificados. Una noche escuchamos varios ladridos agudos: eran los zorros. Al rato, unos aullidos desgarradores, que a mí me parecieron humanos, tanto es así que enseguida pensé en un asesinato cruel, pero era el Aguará Guazú, un hermoso lobo rojo de patas altas y cabeza y crin enormes. De repente escuchamos varias veces el bramido de un tigre. Nunca en mi vida sentí nada igual, era una mezcla de miedo, con una emoción intensa. A pesar del ruido de la ciudad, si uno visita un zoológico y brama un león, se lo escucha desde cualquier parte, pero cuando uno está en medio de la soledad del bosque, se siente la impresión de que los quebrachos se van a partir y no es para menos. Bajamos todas las cosas de la camioneta, nos metimos adentro, y pasamos la noche por supuesto que sin dormir, esperando ver aparecer al o a los tigres. Cualquier sonido, una rama que se caía, nos parecía que era el tigre que llegaba, pero nada, ni siquiera encontramos huellas la mañana siguiente. Al otro día paramos en un rancho y vi en el techo una enorme cabeza de tigre recién carneada, con colmillos de 5 centímetros y todavía con los ojos en las órbitas. La piel estaba estaqueada y con sal, pero no pude ver el clásico pelaje pajizo con manchas negras, porque estaba hacia abajo. El tamaño era inmenso, como una vaquillona. Por supuesto que fue el principal tema de conversación, pero por la descripción del lugar donde el puestero nos contó que lo había cazado, era lejos de donde habíamos pasado la noche. Parecía difícil que fuera el mismo que habíamos escuchado, pero fue algo significativo. Cuando vi que la cabeza no tenía mayor interés para el puestero, me animé a preguntarle si podía llevarla, y me dijo que sí, pero con una condición: a la tarde había un partido de fútbol de blancos contra indios, y si ganábamos la llevaba. Ese ganábamos, implicaba que yo jugaba para los blancos, verdadera rareza para alguien a quien muchos de sus amigos llaman Negro. Para el partido yo no tenía equipo deportivo, ni siquiera zapatillas, porque iba siempre con unas enormes botas de caña alta, por temor a las víboras. Debo haber jugado uno de los mejores partidos de mi vida: ganamos y pude llevarme la cabeza. Al regresar a Buenos Aires, la llevé al Instituto Malbrán donde trabajaba un amigo, quien la puso en un recipiente con unos escarabajos especiales para limpiar huesos, inclusive cartílagos, sin provocarles ningún daño y dejándoles un pulido especial. Al octavo día vimos con emoción el terraplén de la ruta que va de Las Lajitas a Rivadavia, en el Chaco Salteño. Habíamos completado la travesía del Impenetrable y lo celebramos bailando en la ruta y tirando tiros al aire. Sé que eso está muy mal, pero es lo que se nos ocurrió entonces. A poco andar nos encontramos con unos ranchitos donde pudimos tomar ese maravilloso líquido llamado cerveza, que además estaba fría. Volví muchas veces y hoy, 40 años después, la preocupación ya no es “en cuántos días podremos atravesar al Impenetrable”. No sólo ha sido penetrado por numerosos caminos, sino que las topadoras y las motosierras penetran mucho más rápido que nuestra posibilidad de influir en los gobernantes, para evitar que sea destruido este maravilloso, irrepetible pedazo de nuestro país.